jueves, 17 de mayo de 2012

Abel (texto ganador concurso literario instituto)


Era el mediodía de un cálido día de primavera. En el cementerio, sólo el cura, el director de la residencia de jóvenes huérfanos y un par de funcionarios del lugar ayudando a amenizar el trámite.
-Sabemos poco de él, era un chico retraído, pero demasiado joven para morir. Descanse en paz.
Después de la rutinaria puesta bajo tierra, nadie volvió a recordarlo.
Abel era un chico aparentemente normal. Vivía en una residencia de jóvenes huérfanos. Tenía ya 21 años pero dependía de la caridad de dicha asociación, ya que no estudiaba ni hacía intento alguno por fraguarse un futuro sin depender de nadie, aunque esto ponía en duda a quien, con suerte, oía la coherencia de sus breves discursos.
A medida que fue abandonando la infancia, las relaciones sociales también se despegaron de él, pero fue él quien decidió romperlas. Odiaba la sociedad, y no por algún problema mental, sino porque la veía como un juego, y pensaba que quien tenía el mando se encontraba siempre ebrio, por lo que causaba un gran desaliño social que acababa con violencia como solución a desacuerdos y dogmas como solución a razonamientos de quien no era una oveja del rebaño.
Abel se dedicaba a dormir y escribir. Todos lo  miraban en el comedor como un animal extraño que, creído en extinción, aparecía para comer.
Hoy sabemos que lo que realmente daba sentido a su vida eran esas dos rutinarias acciones. Abel no dormía, sino que soñaba. Todas las noches su encuentro con las sábanas era el acercamiento a su verdadera vida. El joven soñaba todas las noches con otro mundo, similar al nuestro, pero sin jugador ebrio. Es lo que verdaderamente hacía al chico sentirse lleno. Soñaba y escribía lo que veía cuando, cerrados los ojos, su cerebro echaba a volar.
Cuando no podía dormir, se dedicaba a leer su vida, su sueño. Era feliz leyendo sobre sus amigos pseudonocturnos, era melancólico cuando la sensualidad de aquellas letras escritas en tinta de bolígrafo convencional le hacía pensar en las curvas de aquella fémina que se iba de la cama cuando él despertaba. Sentía, y eso era lo importante para Abel.
Entre la almohada y la celulosa de sus cuadernos, vivía día a día con una felicidad censurada por la tristeza y soledad de quienes lo rodeaban, pero estando solo en su habitación tenía todo cuanto necesitaba.
Así pasaron algunos años. Abel dejaba de ser un adolescente y los sueños cada vez eran más profundos, más fructíferos para su cerebro (no le gustaba hablar de alma ni corazón, eran dos de los dogmas que lo habían convertido en un  casi animal solitario), hasta que Abel decidió tomar la decisión.
Era un cálido día de primavera. Se despertó temprano como solía hacer y pensó que era la hora de empezar a vivir, por lo que en lugar de coger el bolígrafo como hacía normalmente, abrió la ventana y saltó.
Sólo el director de la residencia estaba despierto, lo que aprovechó para llamar a los servicios funerarios y evitar el estruendo y el comadreo que una muerte conlleva.
Realizaron el entierro sin mayor preocupación que la de estar a la hora de comer enfrente del plato, y se limitaron a decir que era demasiado joven para morir. Quizá Abel hubiera roto su silencio ante esto en vida, y si lo hubiera hecho, estoy seguro de que hubiera dicho: “Quizá no soy demasiado joven para morir, sino demasiado viejo para empezar a vivir”.

2 comentarios:

Mr. Ignominioso dijo...

qué bueno Pedro, muy bien llevado hasta el final...aunque nunca sé es demasiado viejo para empezar a vivir.un abrazo y enhorabuena granaíno

Unknown dijo...

Genial, te lo mereces :D