lunes, 4 de noviembre de 2013

Humo de princesas o princesas de humo

Y echó a volar. Campanilla huyó y me dejó rodeado de polvo y del humo de la última calada que dio.
Y ahí estaba yo, pensando si debía esperarla, aunque ya sabía que no volvería.
Me temblaban las manos, tenía una sensación extraña, que vagaba entre lo miserable que soy cuando me miro al espejo un día de resaca y el asco que me doy después de cada eyaculación artificial.
Seguí fumando, y quizá fue entonces cuando comprendí que no tenía que esperarla, que no iba a volver, y que si lo hacía, no sería para hacerme feliz, sino para provocar en mí una desagradable reminiscencia.
Y ahí estaba yo, caminando por el Sena que, tímido, atravesaba el Albaycín en una noche de luna llena, mientras me llenaba de una incomprensible alegría provocada por la pérdida de la tan querida mujercita de vestido verde.
Fue entonces cuando del cielo cayó una cenicienta sucia. Cayó de un avión de Ryanair que se había vaciado de helio. Le olía la boca a vino y sólo llevaba con ella un bloc lleno de tachones.
Lo primero que me dijo fue que me iba a enamorar de ella, y que nada de lo que yo dijera le importaba una mierda.
Yo, en un alarde de cobardía social y de razonamiento de telecinco, me casé con ella. Miento si digo que fui feliz, nunca la quise como ella a mí, aunque el sexo era cotidiano y eso me ayudaba a no pensar.
Me había convertido en mi propio rival; mi cabeza era un ring de boxeo de nostalgias inventadas contra mi peculiar realidad.
Cuando estaba a punto de perder el juicio, apareció una mañana Campanilla. Me pidió perdón y, en un nuevo ataque de lucidez, huí con ella. Ya tenía todo cuanto había querido, ahora sí estaba satisfecho.
Qué va, en realidad Campanilla sólo vino porque su afeminado sentido de la posesión pudo con ella. Fue cuando empecé a echar de menos el olor a vino.
Pero para entonces, yo ya me había convertido en el humo que exhalaba la cama que compartían las principesas.