miércoles, 3 de septiembre de 2014

La Grande Bellezza

He de reconocer que siempre tengo asuntos o detalles en mente como preocupación alternativa a un rato insulso o mal acompañado.
Una de las cosas que me suelen venir en estos ratos de abstracción o embriaguez es en las pegatinas que se le ponen a las manzanas o a los plátanos. Es una gran estupidez pero para mí es otra verificación de que la "sobrecapacidad" que tenemos las personas la usamos para recrearnos y alimentar nuestro ego (el tal Antonio o los hermanos Jiménez de las mandarinas tienen que estar contentos).
Fuera ya de las pegatinas en las frutas (quería dejar clarar mi reacia postura ante este serio asunto), lo siguiente que pienso es en el medio que normalmente usamos para lo de alimentar el ego; se me viene a la cabeza otra de las palabras que usualmente aparecen en las situaciones que ya he dicho: mentira.
Somos mentirosos compulsivos independientemente de la bondad o maldad que sudemos por las axilas o de la marca del tostador que nos queme el pan. Nos gusta tanto la mentira que la usamos en las canciones de amor, en la calle -sentadas en la puerta de la casa con los cuatro pelos bien cardados- hablando de las notas de los nietos que estudian lejos, en los currículos...
Y lo usual no es mentir con ánimo de pisotear a nadie, sino que es la forma que tenemos de lavar los cristales del escaparate que somos cada uno. A todos, en mayor o menor medida, nos han educado para vendernos de alguna forma para conseguir ir tachando objetivos, y como típicos vendedores, en pocas ocasiones se acerca lo que hay en el escaparate a lo que tenemos en trastienda.
Lo más triste de esto es que muchas veces enseñamos el escaparate desde la trastienda, y darle certeza y evidencia a una mentira es como darle un programa de televisión a tronistas, algo que es mediocre y esperpéntico, pero cotidiano.
Es por todo esto que cada vez que me enfado por las mentiras innecesarias y sin fundamento de quien me rodea, recuerdo una escena de La Gran Belleza cuando, pese a dejar su escaparate personal bastante desaliñado, el protagonista dice que sólo va a hacer en la vida cosas que le apetezcan.
Y al final, en la sucesión de pensamientos huecos que se produce en mi cabeza, sigo escuchando historietas sobre motores de 8 válvulas en triciclos y sobre amor en personas vacías, lo que me hace abstraerme de nuevo y volver a pensar en La Gran Belleza, pero esta vez con una protagonista en el asiento 13 de un autobús en hora y tierra de nadie, porque esta vez sí es de verdad.

martes, 17 de junio de 2014

Guardando fotos que no volveremos a ver

Dormir tapado aunque sea en el horno de una pizzería, morder el tapón del boli, mirar al suelo antes de cruzar por un semáforo por el que pasas todos los días...
Yo tengo la manía de fregar los platos con un orden preestablecido.
En primer lugar viene la separación de la vajilla, para pasar a fregar - por este orden - los cubiertos, los vasos, los platos y las sartenes y demás.
Mi lógica es que es mejor pregar primero lo que más cerca va a la boca, ilógico si pensara que llevamos dos meses con el mismo estropajo, pero me limito a no pensarlo.
Lo más normal es que ahora mismo estéis pensando que es una gran idea solo propia de genios; sin embargo, habrá alguna rara excepción que piense que estoy gilipollas (mi fuente para saber cada cantidad de individuos es Paquito Marhuenda).
Como los eruditos también fallan, he contemplado la posibilidad de que sean más los individuos que se preguntan cuál es mi problema mental, y he llegado a una conclusión: el mundo nunca se va a arreglar con política o dinero, porque el mundo no funciona por culpa de las manías.
Todos tenemos manías estúpidas y dogmáticas, y como las hay de todas las formas y colores, no encajan y hacen que seamos la ridícula y encabronada especie que somos.
Por eso, os invito a mejorar el mundo convirtiendo las manías en alguna especie de folclore personal. Dicen que la mejor compañía es la que admira tus manías; yo no lo interpreto como admiración, sino como complementación. Por tanto, después de todo esto, he de decir la verdadera razón de mi escrito: Busco compañera adicta al ordenamiento de platos sucios a la que ni se le pase por la cabeza apretar el bote de pasta de dientes por el centro o votar a UPyD.

miércoles, 21 de mayo de 2014

Hasta la Luna

Con cara de póker y conocimiento de causa, echaba el todo a mis defectos que, sin quererlo, se habían convertido en parte de ella.
Yo me vendía nocturno y seguro, exhalando (que es como expulsar pero con elegancia) un blanco y denso humo sin parar y regalándole los oídos; ella me compró de resaca un domingo por la mañana, comprando churros con los ojos luchando por abrirse.
Además de mis defectos, se hizo dueña de mis instrucciones y, cuando intentaba engañarla, la misma cara de póker me miraba entre la decepción y el erotismo que le provocaba quererme y odiarme con niveles que fluctuaban entre la noche y el día.
Al final se hartó de mí aunque no tuvo tiempo de decírmelo mientras se peleaba con las sábanas por mí y, sin darme cuenta, se fue. No muy lejos pero lo suficiente como para no saber dónde exactamente estaba el término medio. Estaba a una distancia equiparable al momento en el que puedes afirmar, sin miedo a equivocarte, que el brick de leche pesa lo suficiente como para decir que queda poca.
Como era de esperar al fin de la historia, yo quise enmendar mis defectos pero, creyéndolos muertos, ella seguía teniéndolos guardados.
Lo raro de todo esto es que fue el mejor final posible. Se ha quedado mis defectos y en su boca hasta llegan a excitarme. Ha cambiado la cara de póker por la de una indiferencia mal fingida que destapa el erotismo de odiarme y, cojones, hasta la Luna está más gorda desde que no follamos.

martes, 14 de enero de 2014

"No somos libres de ná"

Las 9 de la mañana en una parada de autobús. Espero el 22 con el énfasis que mis ojos entornados y el frío dejan ver. Dos ancianos pasean con un paso tan ligero como todas las historias que tienen por contar permiten. Me fijo en la conversación porque van hablando de política y siempre es peculiar lo que dos abuelos con acento alpujarreño puedan opinar sobre un tema así. Uno acaba diciendo: "No somos libres de ná".
No voy a llevar esto mucho más lejos ni voy a elaborar una teoría, solo me parecía interesante compartir que gente que ha vivido la dictadura de un monotesticulado, que no ha aprendido a leer ni a escribir o que no podía besar a su pareja en la calle, piense que hoy "no somos libres de ná". Deberíamos tener vergüenza por esto y, aunque sea porque ellos un día lo hicieron, intentar cambiar las cosas, o al menos saber cómo están y dejar de creer lo que dicen por la tele.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Humo de princesas o princesas de humo

Y echó a volar. Campanilla huyó y me dejó rodeado de polvo y del humo de la última calada que dio.
Y ahí estaba yo, pensando si debía esperarla, aunque ya sabía que no volvería.
Me temblaban las manos, tenía una sensación extraña, que vagaba entre lo miserable que soy cuando me miro al espejo un día de resaca y el asco que me doy después de cada eyaculación artificial.
Seguí fumando, y quizá fue entonces cuando comprendí que no tenía que esperarla, que no iba a volver, y que si lo hacía, no sería para hacerme feliz, sino para provocar en mí una desagradable reminiscencia.
Y ahí estaba yo, caminando por el Sena que, tímido, atravesaba el Albaycín en una noche de luna llena, mientras me llenaba de una incomprensible alegría provocada por la pérdida de la tan querida mujercita de vestido verde.
Fue entonces cuando del cielo cayó una cenicienta sucia. Cayó de un avión de Ryanair que se había vaciado de helio. Le olía la boca a vino y sólo llevaba con ella un bloc lleno de tachones.
Lo primero que me dijo fue que me iba a enamorar de ella, y que nada de lo que yo dijera le importaba una mierda.
Yo, en un alarde de cobardía social y de razonamiento de telecinco, me casé con ella. Miento si digo que fui feliz, nunca la quise como ella a mí, aunque el sexo era cotidiano y eso me ayudaba a no pensar.
Me había convertido en mi propio rival; mi cabeza era un ring de boxeo de nostalgias inventadas contra mi peculiar realidad.
Cuando estaba a punto de perder el juicio, apareció una mañana Campanilla. Me pidió perdón y, en un nuevo ataque de lucidez, huí con ella. Ya tenía todo cuanto había querido, ahora sí estaba satisfecho.
Qué va, en realidad Campanilla sólo vino porque su afeminado sentido de la posesión pudo con ella. Fue cuando empecé a echar de menos el olor a vino.
Pero para entonces, yo ya me había convertido en el humo que exhalaba la cama que compartían las principesas.

miércoles, 12 de junio de 2013

Optimizándome

Hace alrededor de nueve meses empecé a llevar a cabo mi magnífica idea de estudiar una ingeniería. Es el tiempo de gestación en los humanos, pero a mi este feto nada más que me ha dado patadas en los cojones (no se me ocurre ni me apetece hacer una metáfora sobre esto, sobre todo porque pretendo que se entienda rápido).
 Estoy cabreado conmigo, han podido más las patadas del feto que yo. Llegué aquí con ganas de comerme todo poco a poco, de tener mil historias que exagerar con un bolígrafo y otras mil de las que arrepentirme, y ahora vivo casi fuera de la ciudad sin más ganas que las de tener media hora para que al apagar la colilla mi cerebro esté en otro lado o, simplemente, no esté. 
Ya sé lo que es perderse en el Albaycin, un beso bajo la lluvia en el arco de Elvira o un poema de a saber quién en los labios de una réplica de alguien de quien ya he hablado aquí más de una vez, pero, ¿por qué coño no tengo nada que contar? 
Es aquí donde empieza la ingeniería.
Optimiza. Así puedo resumir mi día a día. No paran de repetírtelo en clase, es como Rajoy con la herencia o como mi padre con lo de que me entiende, y es esto lo que me preocupa. 
Poco a poco te van metiendo en la cabeza que lo mejor es el camino más rápido, menos costoso y con menos palabras. 
No me lo creo, me niego. ¿De qué te vale optimizar algo si es una absurdez? ¿Se optimizan las cosas realmente importantes? No creo que la mejor opción en la vida sea minimizar los problemas y seguir optimizando tu mierda de día a día. 
No sé por qué me parece que lo que escribo no sirve para nada, puedo decir sin duda que esto que escribo ahora no vale un carajo, pero he perdido las ganas de parecer el de las sombras de Grey o el piloto que dibujó una caja a una alucinación que pedía un cordero. Todavía no llevo ni un año metido en esto, pero creo que la utopía y la poca literatura que tenía dentro ya las he vomitado algún domingo.
Me gustaría saber si ésto es en realidad culpa mía o es que me han optimizado las pocas neuronas que me queden, pero no estoy a gusto sabiendo que de una noche con una fotógrafa, en vez de un cuento medio inventado por mí, me queda sólo algún flash.

lunes, 11 de marzo de 2013

Tirado en el sofá

Y ahí estoy, tirado en el sofá fumándome lo que toca después de cenar viendo a Wyoming reírse de lo penoso de lo cotidiano.
De repente se apaga la televisión, se queda en negro y aparece un niño rubio que me invita a viajar con él. Sin dudarlo, acepto su extraña propuesta y empiezo a andar.
Estoy en un pasillo larguísimo. Hay puertas a los dos lados y no veo el final.
El duendecillo abre la primera puerta. Lo primero que veo es que en la esquina, hay un cantautor sentado en un taburete entonando una protesta social. En el centro, tres cámaras rodean a Melendi que, con los ojos pintados de rosa y el pelo azul, entona una insustancial letra con dos acordes debajo.
Salimos de la sala y entramos por la segunda puerta. Hay una fiesta. Banqueros y una dirigente alemana brindan con cava. A nuestra entrada todos se callan y disimulan. No contestan las preguntas del niño que me guía, así que salimos y nos dirigimos a la siguiente puerta, que para lo otro ya está televisión española.
Al entrar en el siguiente habitáculo hay una mesa en la entrada llena de cerveza y anfetas. Sigo ojeando lo que hay, y en la esquina más lejana logro distinguir a Jean Paul Sartre, Ernest Hemingway y Chales Bukowski. Están acorralando y dando una paliza a un periodista de La Razón. No queremos alterar más la situación así que el pequeño rubio y yo huimos.
A la siguiente habitación no pudimos entrar. Estaba acordonada, la policía estaba desahuciando a una familia que perdió sus ahorros en un robo cuyos sospechosos eran un deportista y un yerno del Rey.
Esto me retuerce el estómago, y, agradeciendo al pequeño el peculiar viaje, le pido que nos vayamos, que me lleve otra vez a mi sofá.
Mientras termino de decírselo, aparece ella. Tiene la misma cara que la última vez y dice algo que sabe que sólo yo entenderé. Rectifico y le digo al niño que me deje quedarme un rato más. Sin embargo, éste se marcha y con él ella.
El principito y ella desaparecieron a lo lejos, yo terminé de ver una serie mala que había en la tele y me acosté, acojonado pensando en qué habitación me tocará a mi.

miércoles, 16 de enero de 2013

¿Ahora qué?

Ahora que el afán emprendedor y aventurero nos invita a no imaginarnos un futuro aquí.
Ahora que son fascistas las manifestaciones que luchan porque estemos mejor.
Ahora que tenemos que comprar el colegio y el hospital.
Ahora que nos han privatizado la sonrisa a partir del 20 de cada mes.
Ahora que hemos perdido lo poquito que teníamos de democracia.
Ahora que hay esclavos con uniforme que agreden a los de su condición en las calles.
Ahora que ponemos la tele, le damos un par de vueltas y la apagamos.
Ahora que ponemos la radio y solo hay ruido porque han vendido la música y la han cambiado por lo que hace Paquirrín y un rapero coreano.
Ahora que el Papa tiene twitter y que Mourinho es un símbolo.
¿Ahora qué?
Ahora vamos a educarnos nosotros solos. Vamos a explicarle al de la pulserita de España que sus padres no vivieron por encima de sus posibilidades y que los babosos de turno no nos representan cuando hablan en el congreso en el que se olvidan de nosotros.
Vamos a salir a morder, que ya está bien de ir a trabajarse la pelota y devolvérsela al dueño.
Y después vamos a bebernos sus mentiras y a fumarnos sus discursos liados en uno de sus billetes.
Y vamos a hacer el amor, con música, que en la tele está Mourinho y en la radio están poniendo un remix del último tweet del Papa.



miércoles, 7 de noviembre de 2012

Hace seis meses

Seis meses sin llorar por aquí. Medio año sin intentar disfrazarme de quien piensa que no estamos bien, que no estoy bien. Y no porque esté bien, en realidad no sé el por qué. Quizá sea que ella me robó las ganas de maquillar lo cotidiano cuando se llevó lo cotidiano y me dejó manchado de su maquillaje, o quizá no, eso fue hace más de seis meses.
Ahora vivo donde quería vivir hace seis meses, haciendo lo que creía que quería hacer hace seis meses. Esto es tan bonito como lo veía por fotos hace seis meses, y la cerveza sabe bien teniendo una ciudad así bajo mis pies colgando de un balcón natural, pero hace seis meses veía una libreta y un bolígrafo al lado del litro, y ahora lo único que hay al lado del litro, es otro litro y la puta manía de mirar el reloj.
Hace seis meses la gente me aconsejaba, otra cosa es que yo hiciera o no caso. Ahora, salvando algún caso, la gente me habla de ellos cuando termino de contar lo que me pasa por la cabeza. Puede que sea por eso por lo que hace seis meses que no toco esto, porque me da miedo que el blog me abra una ventana y me cuente alguna historia borrando lo que yo he escrito sobre ella o sobre lo que me jode cómo estamos, o cómo estoy. Aun así, hay algo que me tranquiliza, y es que sigo soñando, y con eso basta, porque sé que dentro de seis meses habrá otra libreta al lado del litro, otra ella sobre la que seguir dando la lata por aquí y otros consejos a los que hacer o no caso.

jueves, 17 de mayo de 2012

Abel (texto ganador concurso literario instituto)


Era el mediodía de un cálido día de primavera. En el cementerio, sólo el cura, el director de la residencia de jóvenes huérfanos y un par de funcionarios del lugar ayudando a amenizar el trámite.
-Sabemos poco de él, era un chico retraído, pero demasiado joven para morir. Descanse en paz.
Después de la rutinaria puesta bajo tierra, nadie volvió a recordarlo.
Abel era un chico aparentemente normal. Vivía en una residencia de jóvenes huérfanos. Tenía ya 21 años pero dependía de la caridad de dicha asociación, ya que no estudiaba ni hacía intento alguno por fraguarse un futuro sin depender de nadie, aunque esto ponía en duda a quien, con suerte, oía la coherencia de sus breves discursos.
A medida que fue abandonando la infancia, las relaciones sociales también se despegaron de él, pero fue él quien decidió romperlas. Odiaba la sociedad, y no por algún problema mental, sino porque la veía como un juego, y pensaba que quien tenía el mando se encontraba siempre ebrio, por lo que causaba un gran desaliño social que acababa con violencia como solución a desacuerdos y dogmas como solución a razonamientos de quien no era una oveja del rebaño.
Abel se dedicaba a dormir y escribir. Todos lo  miraban en el comedor como un animal extraño que, creído en extinción, aparecía para comer.
Hoy sabemos que lo que realmente daba sentido a su vida eran esas dos rutinarias acciones. Abel no dormía, sino que soñaba. Todas las noches su encuentro con las sábanas era el acercamiento a su verdadera vida. El joven soñaba todas las noches con otro mundo, similar al nuestro, pero sin jugador ebrio. Es lo que verdaderamente hacía al chico sentirse lleno. Soñaba y escribía lo que veía cuando, cerrados los ojos, su cerebro echaba a volar.
Cuando no podía dormir, se dedicaba a leer su vida, su sueño. Era feliz leyendo sobre sus amigos pseudonocturnos, era melancólico cuando la sensualidad de aquellas letras escritas en tinta de bolígrafo convencional le hacía pensar en las curvas de aquella fémina que se iba de la cama cuando él despertaba. Sentía, y eso era lo importante para Abel.
Entre la almohada y la celulosa de sus cuadernos, vivía día a día con una felicidad censurada por la tristeza y soledad de quienes lo rodeaban, pero estando solo en su habitación tenía todo cuanto necesitaba.
Así pasaron algunos años. Abel dejaba de ser un adolescente y los sueños cada vez eran más profundos, más fructíferos para su cerebro (no le gustaba hablar de alma ni corazón, eran dos de los dogmas que lo habían convertido en un  casi animal solitario), hasta que Abel decidió tomar la decisión.
Era un cálido día de primavera. Se despertó temprano como solía hacer y pensó que era la hora de empezar a vivir, por lo que en lugar de coger el bolígrafo como hacía normalmente, abrió la ventana y saltó.
Sólo el director de la residencia estaba despierto, lo que aprovechó para llamar a los servicios funerarios y evitar el estruendo y el comadreo que una muerte conlleva.
Realizaron el entierro sin mayor preocupación que la de estar a la hora de comer enfrente del plato, y se limitaron a decir que era demasiado joven para morir. Quizá Abel hubiera roto su silencio ante esto en vida, y si lo hubiera hecho, estoy seguro de que hubiera dicho: “Quizá no soy demasiado joven para morir, sino demasiado viejo para empezar a vivir”.