Era el
mediodía de un cálido día de primavera. En el cementerio, sólo el cura, el
director de la residencia de jóvenes huérfanos y un par de funcionarios del
lugar ayudando a amenizar el trámite.
-Sabemos poco de él, era un chico retraído,
pero demasiado joven para morir. Descanse en paz.
Después
de la rutinaria puesta bajo tierra, nadie volvió a recordarlo.
Abel
era un chico aparentemente normal. Vivía en una residencia de jóvenes
huérfanos. Tenía ya 21 años pero dependía de la caridad de dicha asociación, ya
que no estudiaba ni hacía intento alguno por fraguarse un futuro sin depender
de nadie, aunque esto ponía en duda a quien, con suerte, oía la coherencia de
sus breves discursos.
A
medida que fue abandonando la infancia, las relaciones sociales también se
despegaron de él, pero fue él quien decidió romperlas. Odiaba la sociedad, y no
por algún problema mental, sino porque la veía como un juego, y pensaba que
quien tenía el mando se encontraba siempre ebrio, por lo que causaba un gran
desaliño social que acababa con violencia como solución a desacuerdos y dogmas
como solución a razonamientos de quien no era una oveja del rebaño.
Abel se
dedicaba a dormir y escribir. Todos lo
miraban en el comedor como un animal extraño que, creído en extinción,
aparecía para comer.
Hoy
sabemos que lo que realmente daba sentido a su vida eran esas dos rutinarias
acciones. Abel no dormía, sino que soñaba. Todas las noches su encuentro con
las sábanas era el acercamiento a su verdadera vida. El joven soñaba todas las
noches con otro mundo, similar al nuestro, pero sin jugador ebrio. Es lo que
verdaderamente hacía al chico sentirse lleno. Soñaba y escribía lo que veía
cuando, cerrados los ojos, su cerebro echaba a volar.
Cuando
no podía dormir, se dedicaba a leer su vida, su sueño. Era feliz leyendo sobre
sus amigos pseudonocturnos, era melancólico cuando la sensualidad de aquellas
letras escritas en tinta de bolígrafo convencional le hacía pensar en las
curvas de aquella fémina que se iba de la cama cuando él despertaba. Sentía, y
eso era lo importante para Abel.
Entre
la almohada y la celulosa de sus cuadernos, vivía día a día con una felicidad
censurada por la tristeza y soledad de quienes lo rodeaban, pero estando solo
en su habitación tenía todo cuanto necesitaba.
Así
pasaron algunos años. Abel dejaba de ser un adolescente y los sueños cada vez
eran más profundos, más fructíferos para su cerebro (no le gustaba hablar de
alma ni corazón, eran dos de los dogmas que lo habían convertido en un casi animal solitario), hasta que Abel
decidió tomar la decisión.
Era un
cálido día de primavera. Se despertó temprano como solía hacer y pensó que era
la hora de empezar a vivir, por lo que en lugar de coger el bolígrafo como
hacía normalmente, abrió la ventana y saltó.
Sólo el
director de la residencia estaba despierto, lo que aprovechó para llamar a los
servicios funerarios y evitar el estruendo y el comadreo que una muerte
conlleva.
Realizaron
el entierro sin mayor preocupación que la de estar a la hora de comer enfrente
del plato, y se limitaron a decir que era demasiado joven para morir. Quizá
Abel hubiera roto su silencio ante esto en vida, y si lo hubiera hecho, estoy
seguro de que hubiera dicho: “Quizá no
soy demasiado joven para morir, sino demasiado viejo para empezar a vivir”.